Ayer fue mi cumpleaños, una fecha que aun hoy, cumplidos los 62 años de haber nacido, me sigue provocando reacciones de tristeza que terminan diluyéndose a lo largo del día. Ser una persona de cierta edad es lo que tiene. Piensas en los que ya no te acompañan y alguna vez te felicitaron, bien sea porque ya no están en este plano de la existencia (que finalmente son los que más duelen), o porque la eterna marea de la vida los alejó. Piensas en en los planes y proyectos del pasado que nunca se concretaron o como la vida fue modelando tu existencia sin que tú ofrecieras mayor resistencia a ello. Piensas en muchas cosas por las que nada, o muy poco, se puede hacer en el presente. Y, sobre todo, piensas en ese tiempo que aun tienes por delante para hacer lo que te gustaría y que cada vez es menos. Pero, afortunadamente, después de las lágrimas iniciales, se te va pasando esa sensación de tristeza. Nada que una buena comida y el regalo de algo que necesitas pero que no puedes adquirir por tu cuenta porque desestabiliza a tu precaria economía, no solucione trayéndote de vuelta a un presente que se ha convertido, desde hace años, en el único lugar de residencia posible. Así son, hoy por hoy, mis cumpleaños y no, no me quejo de que se hayan vuelto pragmáticos y más afines con respecto a mi actual realidad. No tengo porque quejarme si todavía puedo cumplir años, ¿verdad? Aun tengo salud, aun tengo una manera de generar ingresos y aun tengo un grupo de amistades con el que compartir mi vida, además de mi familia y mis gatos, por supuesto.

A partir de hoy, 15 de junio, inicio una nueva vuelta al sol que será la número 63 de mi existencia. Podría hablar de cuando era adolescente y pensaba en cuando llegara a esa edad que se me hacía lejana y, hasta cierto punto, fabulosa. Por supuesto, en mi adolescencia no me veía a mis 62 como los vivo hoy. Los veía más como los 62 de mis dos abuelas que en aquellos momentos eran mis referentes con respecto a esa edad. Y, por supuesto, las comparaban a ambas en relación a como se encontraban viviendo su vida en aquellos momentos y en como se veían físicamente llegando a la conclusión de que prefería la vida de mi abuela Visitación a los 62, que la vida de mi abuela Matilde a los 62. La primera cumplió 62 en 1971 cuando yo cumplí los 10 años, mientras mi abuela Matilde cumplió sus 62 en 1974 cuando yo cumplí 13 años. Por supuesto aquí hay algo de «maña» ya que yo conocía menos a mi abuela Visitación que a mi abuela Matilde que vivía conmigo desde que nací. A ambas las quería mucho pero mi abuela Matilde había fungido prácticamente como de una segunda madre mientras que mi abuela Visitación solo la veía cada vez que venía de visita a nuestra casa en Madrid desde Barcelona, en donde ella vivía. ¿Por qué decidí en su momento que prefería tener una vejez más parecida a la de mi abuela Visitación que la que yo estaba viendo desarrollarse en la vida de mi abuela Matilde?. No es ningún misterio, mi abuela Visitación se me hacía más activa y por lo tanto más interesante que mi abuela Matilde en la época de mi adolescencia en la que yo empezaba a diseñar mi futuro. Mi abuela Visitación hacía lo que quería, según yo; viajaba sola, tenía amistades que visitaba, le interesaba hacer cosas por ella misma y no se sentía limitada por sus sordera porque toda su vida había sido una lucha constante y perenne por no sentirse discriminada por ese motivo. Respecto a mi abuela Matilde se sentía ya muy cansada y prefería estar con nosotros, aunque se aburriera, a tener una vida propia y más activa. Si, mis dos abuelas eran muy diferentes entre ellas aunque no puedo negar que ambas tenían ese «que se yo» que las volvía interesantes. Yo admiraba mucho la fuerza y la capacidad de lucha de mi abuela Visitación que la llevaba a tomar decisiones que me gustaban mucho, como cuando decidió meterte a una academia de pintura y empezar a exponer lo que iba produciendo, por ejemplo. Si, yo quería una década de los sesenta como ella, haciendo y tornando para sentirme libre y perfectamente autónoma. Respecto a mi abuela Matilde…, ella poseía otras habilidades que tenían que ver con su mundo interior, con sus recuerdos y con el recuento de su vida cuando yo le preguntaba por su pasado. Mi abuela Matilde era como una gran señora, muy en su papel, que sabía como tratar al mundo cuando éste trataba de meterse con lo que ella consideraba sagrado, como era su familia. Esa dignidad y al mismo tiempo ese no dejarse, me gustaban mucho.

Tal vez, lo ideal sería convertirme en una mezcla de ambas para aprovechar lo que ambas podrían haberme «heredado» y así crear una versión personal al interior de estos sesentas por los que estoy transitando ya que, finalmente, ni soy Matilde, ni tampoco Visitación, sino que soy Carmen, una sesentona sin nietos y si con cinco gatos. Una sesentona que aun trabaja y que tendrá que trabajar hasta que sus fuerzas se lo permitan, si es que quiere aspirar a una vejez digna, ya que ninguno de los trabajos en los que ha estado le han permitido cotizar en la seguridad social y con ello aspirar a una jubilación. Malas decisiones de las que no me puedo permitir arrepentirme si es que deseo mantener mi ánimo a flote y seguir viviendo mi presente tal y como aspiro: con dignidad, mucha dignidad y ganas de seguir adelante.