Para mí, diciembre es el «viernes» de los meses. ¿Qué que significa eso?, pues que diciembre suele funcionar, para mí, como cualquier viernes de mi año laboral. Día pesado por la cantidad de cosas que hay que dejar listas y solucionadas en el trabajo para evitar que pueda pasar a la siguiente semana. Si, lejos de ser un día ligero, el viernes de todas mis semanas laborales suele ser bastante denso y pesado. Y bueno, diciembre actúa exactamente igual pero multiplicado pues ahora se trata de cerrar todo aquello que quedó abierto durante los últimos meses para evitar arrastrarlo al siguiente año. Por eso el estrés se me aumenta en septiembre y siento que no llego a estas dos benditas semanas de vacaciones que, por su brevedad, suelen convertirse en un fin de semana grandototote. Bueno, al menos eso es lo que siento yo. Depende del estrés acumulado a lo largo de los últimos meses en donde el trabajo y la presión se van incrementando gradualmente, mi sistema inmunológico suele colapsar en los primeros días de vacaciones obligándome a pasar en cama esos primeros días de mi asueto anual. O, como sucedió el año pasado, si se combina con algún «virusín» errante y persistente, el par de días se convierte en más de una semana de enfermedad en la que no puedo salir a ningún sitio ni tampoco puedo ver a nadie. En fin…, esperemos que, en esta ocasión, solo sea «sudar» el estrés acumulado, nada más.
Ahora escribiré sobre lo que significan estas vacaciones para mí. En primer lugar, las espero con ansia pues, durante 15 días mi tiempo es mío y hago con él lo que mis pocas ganas me permiten. Antes, hace años, solía planificar mis vacaciones como si la planificación resolviera o propiciara el concretar lo que tenía planificado. Por supuesto, llegaba al fin de mis vacaciones con la sensación de que había perdido miserablemente el tiempo y me enfrentaba, de nuevo, a un año laboral que no me iba a ayudar a resolver mi necesidad de calma y tranquilidad tan necesaria para reconciliarme con mi vida. Después entendí que 15 días de vacaciones no me iba a resolver el poder encontrar mi deseado equilibrio para seguir avanzando en mis propósitos vitales, tan reñidos con el estrés acumulado y con la presión que tan mal suelo gestionar día tras día. En ese momento, dejé de exigirme lo que nunca alcanzaba a lograr y el resultado es que, en vez de agendar con rigor actividades y horarios, solo esbozo en mi cabeza lo que me gustaría concretar en esos 15 días: limpiar la casa, tener tiempo para mí, para salir de paseo a explorar esa vida que suele quedar aparcada el resto del año y para ver a algunos amigos, cada vez menos porque la vida no me da para tanto. Voy a ser sincera, si pudiera, perdería contacto con el mundo durante estos 15 días y me dedicaría a disfrutarlos como me dieran la gana sin ningún tipo de obligación. Dedicarlos a mi y a mis necesidades, esas necesidades de las que no suelo ocuparme durante el año porque no tengo tiempo, ni ganas, ¡ni nada!. Pero no podré ya que en estos 15 días tendré, también, que estar atenta a celebraciones que ya han perdido todo su significado y que solo forman parte del fantasma idealizado y nostálgico de lo que fue y nunca volverá a ser.
¿Me estoy convirtiendo en una especie de Ebenezer Scrooge femenina?. No, no lo creo. Me encanta pensar en que el Solsticio de Invierno está aquí y que, a partir del día 22 de diciembre, en este año, la luz volverá lentamente a aumentar su brillo y su presencia hasta el próximo Solsticio de Verano. Y también me encanta celebrar ese hecho, el nacimiento de la luz, a mi manera y con mis ritos propios. Si no me enfermo, este fin de año puede ser un momento interesante. Y lo mismo digo de mis anheladas vacaciones a las que espero poder sacarle mucho jugo. Tengo algún que otro plan, si, pero no estoy «casada» con ninguno de ellos. ¿Que me gustaría que se concretasen?, ¡por supuesto!, pero ya he aprendido que la vida te puede cambiar todo en un instante y que no vale la pena enojarse por ello. Que lo mejor que puedes hacer es sacarle todo el jugo posible a los cambios de dirección repentinos y dejar de llorar los sueños o los anhelos que ya no se van a poder realizar, te pongas como te pongas. Y si, esto que acabo de escribir es el meollo de la resiliencia. Si aprendes a vivir o, tal vez, si aprendes a no pelearte con la vida, es muy probable que tengas que echar mano de este concepto que no a todo el mundo le gusta porque implica, un poquito, soltar el control que nos da seguridad y explorar, con miedo o sin él, la oportunidad que la vida nos está ofreciendo. Esta parece ser la lección más importante de estos últimos años para mí: aprender a vivir la vida que me corresponde, que me pertenece, que es mía, en vez de ir detrás de esos sueños rotos que son imposibles de recomponer porque, ni soy la que fui cuando gesté esos sueños, ni tienen para mí, hoy por hoy, el significado que tuvieron cuando nacieron. Si, reconozco que ahora soy otra y que, cumpliéndose una década después del «desastre», ya no puedo reconocerme en la mujer que era entonces. Hoy, 10 años después de aquel momento, creo que ya puedo darme el permiso, como me lo da la propia vida, de ser lo que ahora necesito ser para sentirme a gusto y contenta conmigo y con mi entorno. Utilizar mis propios recursos, mis propias habilidades, para ser quien ahora soy sin andarme con complacencias que me limitan y me aprisionan. Y bueno, llego al final de esta entrada entendiendo y aceptando que no siempre se puede y que eso está bien si es que me hace sentir bien, claro.
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