Y un buen día, como solo puede suceder en la ficción, el mundo se detuvo y no hubo vuelta atrás. Eso fue el principio de todo. El principio del asombro y de la incredulidad. El principio de la sensación de amenaza que dispara todo aquello en nuestro interior que nos lleva a buscar nuestra propia supervivencia. El principio de una historia con un final, aun ignoto, que nuestra tendencia a la previsión ve con orejas de lobo asomándose a lotananza. Todo empezó en China, como suelen empezar estas historias sobre virus y pandemias. Así fue hace muchos cientos de años con la famosa «Peste negra» que asoló a Europa durante décadas, allá por el siglo XIV, y que silenció de golpe a millones de voces. Obviamente, lo que ha sucedido ahora no puede compararse con lo que sucedió entonces, ni siquiera con lo que sucedió hace poco más de 100 años con la mal denominada «Gripe española» y que mató a varios millones de personas por todo el mundo en sucesivas oleadas entre 1918 y 1919. Este evento parece ser más modesto en cuanto el número de muertes en términos globales pero, como aun no acaba, no sabemos con exactitud cual será el conteo final. Lo que si nos está mostrando este evento es la capacidad de respuesta de una humanidad muerta del miedo por verse reflejada en el espejo del pasado. Y si, aunque este virus mate menos, por decirlo de algún modo, mata de todas maneras y mata enfrentándonos a esa mortalidad que parecíamos haber erradicado de nuestra realidad barriéndola energicamente debajo de la alfombra con la escoba de los avances médicos del siglo XX que nos hacían, hasta este año, concebir la esperanza de llegar a una edad muy avanzada, casi por decreto estadístico, sin apenas molestias o achaques que son características propias del otro gran tabú contemporáneo: el envejecimiento natural de cualquier ser humano.
Pues bien, vino este virus insignificante que aun no tiene vacuna para prevenirlo, ni siquiera una cura (tal y como sucedió en aquellos tiempos lejanos de la «Gripe española»), y nos volvimos a encerrar todos en nuestras casas mientras pasa la «peste» reaccionando como reaccionaron nuestros ancestros medievales ante la «Peste negra». Este virus es, hasta ahora, menos mortífero de lo que fueron aquellos y, sin embargo, reaccionamos igual que nuestros antepasados que se encontraban en un punto o grado civilizatorio menor al nuestro. Supongo que a pesar de todos los pesares no dejamos de ser humanos y lo expresamos de la misma manera que nuestros ancestros cuando llega el momento de reaccionar frente a las mismas amenazas que comprometen nuestra existencia de manera particular y colectiva. Estoy de acuerdo, nadie quiere retirse de esta vida antes de tiempo, aunque estoy convencida de que nadie concluye esta experiencia de encarnación a destiempo. Ese es un asunto de creencia, lo sé; pero, también es un asunto que otorga cierta paz interior cuando se asume que nadie muere la víspera de su propia muerte, como bien dice el dicho popular.
Ahora bien, ¿qué me está dejando esta pandemia en mi caso particular? Partiré desde el principio y el principio es que yo en marzo estaba que no me aguantaba a mi misma y a mis circunstancias. El estrés laboral, el sinsentido de mi vida en los últimos años, el ser empujada por mi entorno a transitar por un carril que yo no sentía bueno para mí, todo eso me tenían cansada y aburrida. Vino el «parón» en forma de confinamiento y sus primeros días me supieron a gloria pues era exactamente lo que necesitaba para dejar atrás la sensación de «burn out» que venía arrastrando desde hacía varios años. Ahora bien, transcurridos los primeros 30 o 40 días del encierro, las cosas empezaron a cambiar ya que organicé mi rutina centrándola en el trabajo a distancia y empecé a tratar de sentirme agusto con mi nueva normalidad dentro del encierro. Y, al convertirse en mi «nueva normalidad», empezaron las tensiones. Es cierto que mi encierro no está siendo perfecto ya que hay días en los que debo de ir a la oficina (afortunadamente pocos) y, por lo menos, una vez a la semana salgo a hacer la compra. Pero, el resto del tiempo, no salgo y me dedico a cumplir con el confinamiento de la larga cuarentena del mejor modo posible. El resultado es que, a punto de cumplir las 12 semanas de encierro, empiezo a acariciar, con más frecuencia, la idea de poder salir a dar un paseo bajo el sol y entre los árboles mientras disfruto de una mañana luminosa o de un melancólico atardecer. Si, eso es lo que más deseo hacer en cuanto pueda salir del confinamaiento: pasear en medio la naturaleza para cargar mis «pilas» de energía. De resto, he pensado mucho, quizá es lo que más he hecho en estos días. Pensar en mí y en mi posibilidad de futuro. Pensar en qué decidir y cómo para seguir adelande de la mejor manera sin angustiarme. Y, mientras me la he pasado pensando, he hecho alguna que otra cosa.
¿Qué me dejará esta extraordinaria experiencia como lección? Pues que debo de entender que el cambio es la única constante en la existencia y que, para sacarle el mejor provecho posible, hay que aprender a ser flexible y fluir con las circunstancias. Ojalá la humanidad en su conjunto haya llegado a la misma conclusión que yo para así provocar un verdadero cambio dentro de la sociedad porque, si bien es cierto que esta pandemia no erradicará a la especie humana del planeta, las consecuencias económicas de la misma podrán poner en peligro el frágil equilibrio de la convivencia social así como todo lo que se necesita para sentirnos bien y a gusto con nuestras vidas más allá del eterno e inviable desarrollo económico que se nos prometió en décadas pasadas.